No pude superarlo.
No pude contenerme.
Esta vez no pude guardar la ira y la rabia. No pude contener
las emociones que aquel fracaso produjo y creí, irracionalmente, que no existía
castigo peor que aquel.
El esfuerzo, el tiempo invertido, la seguridad que había
cultivado para aquel momento…todo se fue por el sumidero cuando salí de aquella
sala. Todo quedó en silencio y en aquel silencio solo estaba yo: torturándome
con imágenes del momento fatídico, culpándome de no ser suficiente, de no haber
sido capaz de ver la otra cara de la moneda.
Estaba convenciéndome
de que no había nada peor, de que merecía todo aquello porque no había dado lo
suficiente.
Después de todas las enseñanzas, de todas las herramientas
que había ido obteniendo a lo largo de mi año sabático me asusté al comprender
que nada de aquello era suficiente para contener el ataque de llanto que supuso
aquel fracaso. No fui capaz de convencerme de que lo malo tenía que suceder por
alguna razón y que era mi obligación encajar ese golpe con la mayor endereza
posible.
No fui capaz de dejar de llorar.
No fui capaz de contenerme y esconder el dolor.
Comprendí que, de alguna forma, había retrocedido al pasado
donde la ira y la rabia eran mi único motor y me asustó tanto volver a ser aquella
persona, volver a aquella época oscura llena de dolor, que me obligué a olvidar
algo que no tengo superado. Y es que aún ahora, después de haber pasado por todo esto y
todo aquello, me sigo culpando de no haber sido suficiente.