Tenía tantas expectativas sobre nuestro reencuentro que dejé a mi imaginación vagar a su antojo pensando
en cómo iba a ser.
¿Íbamos a recordar momentos del pasado?, ¿Íbamos a reírnos del
presente?, ¿Nos abrazaríamos con la alegría propia del reencuentro?, ¿Seríamos
los mismos?
¿Cómo sería?
Hubiese dado cualquier cosa por repetir el pasado, por darle
a mi vida aquella única dirección, sin dolor, sin lágrimas, sin preocupación. Solo
quería sentirme de nuevo en casa, sentir el calor de la seguridad y la alegría
contenida. Quería que fuésemos sólo nosotros, disfrutando de la noche y del mar
agitado.
Pero nada fue así, ¿verdad? Todo era tan triste y tétrico.
Nada podía salvar a aquella noche malgastada, porque así la sentí. Quizás solo
era el hecho de que nadie parecía querer estar realmente allí. Quizás es que ya
no me acordaba de cómo eran ellos, quizás era que había olvidado el verdadero
pasado y lo había subestimado en demasía, porque no habían explicaciones ni ningún
“quizás” que pudiese valer.
Sólo quería beberme aquella cerveza y marcharme a casa
pensando en el dinero que había malgastado en una noche perdida, lamentando mi
nuevo presente, recordando que mis recuerdos ya no parecían tener coherencia ni
sentido. Ya nada lo tenía porque no podía entender como mi fidelidad
había cambiado tanto y cómo de repente no deseaba estar allí sino cuarenta kilómetros
al norte, bebiéndome otra cerveza acompañada de una “horandela” sintiendo, como
sólo podía sentir con mis nuevos locos, que lo invertido no podía compararse
con lo obtenido.
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