Tras una semana larguísima, llega el domingo solitario de “relax”
en el que dedico la mayor parte del tiempo en llenarme de energía para capear
otra semana, otro temporal. Es por eso que después de haber dudado tanto
conseguí meter mis apuntes, las llaves y la cartera en el bolso y partir hacia
la costa más cercana.
No creo que la elección de mi destino haya sido una
casualidad. De vez en cuando, el cuerpo me pide desconectar de todo lo que me ata
a cualquier tipo de responsabilidad y después de 20 años comienzo a entender
que el único remedio es el sonido del viento, el olor a salitre y la
tranquilidad que despierta el mar.
Comienzo a realizar que cuando las malas noticias cruzan la
costa, la impotencia de no saber cómo actuar hace que intente buscar las
respuestas entre la arena revuelta de la orilla. Hace que, durante un rato,
tenga una ocupación que me mantenga distraída del resto de problemas a mi alrededor.
Y es que al fin comprendo que el mar me tranquiliza porque hace que
la distancia parezca más corta.
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