Ha sido desolador nuestro reencuentro y no me refiero a todos
nosotros, porque el volver a vernos siempre parece aportar alegría a mi vida.
Me refiero a él y a mí, a ese siempre negativo amigo al que extrañaba tanto.
Es él, de nuevo, cambiando completamente su expresión,
siendo el maduro él que muy pocas veces he visto.
Me sorprendió la manera tan sentimental con la que me
hablaba. Solo pude mostrar asombro y sorpresa porque resulta que él es
prácticamente un claco de mí misma y yo sin saberlo. Ha vivido y ha padecido
mil y unas camuflando toda la mierda detrás de bromas, chistes y sonrisas. Detrás
de un infantilismo que en realidad, pienso, no le acompaña.
Se trata de la misma fachada autoprotectora que he ido
levantando yo también a lo largo de los años. Esa que nos permite aguantar los
duros modales de la vida.
Resulta que he conocido lo peor de él y realmente, de todo
corazón, siento que es lo mejor que tiene.
Es el hecho, también, de que hayamos pasado por lo mismo,
que tengamos un “amigo” que nos haya dado la patada habiéndole entregado casi
todo. Que prefiramos dar más por los demás antes que a nosotros mismos. Que
volvamos, conscientes, a caer en las mismas garras del villano para echarle una
mano sabiendo que nunca se tratará de algo recíproco.
Que no creamos en las segundas oportunidades fantásticas de
la vida. Que lo bueno vendrá si sigues lo positivo y que la parte negativa es
aquella que “me habrá tocado vivir por algún motivo que aún desconozco”.
Que haya creído que querías hacerme daño cuando me estabas
tendiendo tu mano porque ambos somos iguales: esperamos lo peor del otro, de la
vida y de las cosas para no llevarnos una decepción.
Te quiero aunque no te lo creas, aunque nunca te lo diga.