No recuerdo algo así desde que me fui. No, por lo menos,
desde entonces. Aquella época amada y dorada a la que tan tarde aprendí a valorar.
No hace frío a pesar de que se supone que estamos en
invierno. El mar está retirado, lo que permite ver todas las piedras que el
agua suele esconder. Un pájaro juega en un charco. Por lo general no soy una amante
de los animales, más bien diría que nos aborrecemos a distancia. Con odio pero
sin miedo.
El cielo, aparentemente nublado, deja pasar las nubes que
por la noche han mojado las aceras. Sorprendentemente, ha llovido.
Vuelvo a respirar, después de tanto tiempo, aquel olor a mar
y salitre de las ocho de la mañana. Recorro nuevamente las calles en donde
crecí, casi por inercia, con aquel montón de locos conocidos.
Extraño esto, la obligación de tener que levantarme por la
mañana, odiar cada segundo del nuevo día, desear volver a la cama y llegar a la
terrible conclusión de que tampoco se está tan mal. De que el aire, el viento,
el frescor de la mañana, los días espectaculares al lado del mar eran algo que
nosotros, unos pocos adolescentes infelices, desaprovechábamos sin
arrepentimiento.
Hoy me ha costado levantarme pero he recordado la rutina que
repetí durante seis años. Me he sentido otra vez desconforme, como aquella
infeliz adolescente, he aborrecido cada segundo desde que me desperté, he
sentido la atracción y el deseo casi enfermizo de volver a la cama. He tomado la guagua (autobús),
he llegado aquí, (desde donde escribo esto), al lado del mar tranquilo, dejando
paso a las nubes que ya no traen agua…Me he sentado, he levantado la vista…silencio…calma...felicidad.
Feliz, me siento feliz. Los problemas desaparecen y la
incertidumbre del porvenir ya no importa. Yo, el mar, las nubes, el frío, Arinaga
y recuerdos.
Feliz, alegre, pletórica. Nada más.
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