jueves, 16 de enero de 2014

Arinaga y recuerdos.


            No recuerdo algo así desde que me fui. No, por lo menos, desde entonces. Aquella época amada y dorada a la que tan tarde aprendí a valorar.

             No hace frío a pesar de que se supone que estamos en invierno. El mar está retirado, lo que permite ver todas las piedras que el agua suele esconder. Un pájaro juega en un charco. Por lo general no soy una amante de los animales, más bien diría que nos aborrecemos a distancia. Con odio pero sin miedo.

             El cielo, aparentemente nublado, deja pasar las nubes que por la noche han mojado las aceras. Sorprendentemente, ha llovido.

             Vuelvo a respirar, después de tanto tiempo, aquel olor a mar y salitre de las ocho de la mañana. Recorro nuevamente las calles en donde crecí, casi por inercia, con aquel montón de locos conocidos.

             Extraño esto, la obligación de tener que levantarme por la mañana, odiar cada segundo del nuevo día, desear volver a la cama y llegar a la terrible conclusión de que tampoco se está tan mal. De que el aire, el viento, el frescor de la mañana, los días espectaculares al lado del mar eran algo que nosotros, unos pocos adolescentes infelices, desaprovechábamos sin arrepentimiento.

             Hoy me ha costado levantarme pero he recordado la rutina que repetí durante seis años. Me he sentido otra vez desconforme, como aquella infeliz adolescente, he aborrecido cada segundo desde que me desperté, he sentido la atracción y el deseo casi enfermizo de volver a la cama. He tomado la guagua (autobús), he llegado aquí, (desde donde escribo esto), al lado del mar tranquilo, dejando paso a las nubes que ya no traen agua…Me he sentado, he levantado la vista…silencio…calma...felicidad.

             Feliz, me siento feliz. Los problemas desaparecen y la incertidumbre del porvenir ya no importa. Yo, el mar, las nubes, el frío, Arinaga y recuerdos.

             Feliz, alegre, pletórica. Nada más.


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